martes, 22 de octubre de 2013

PEREGRINACIÓN ENTRE LAS DOS ORILLAS

Dos de nuestros compañeros de la Asociación Murialdo, marcharon entre el 30 de septiembre y el 5 de octubre a Marruecos, para conocer la realidad migratoria, intercultural e interreligiosa de este país tan cercano y a la vez tan distante al nuestro.
 
Entre los asistentes al encuentro han puesto en marcha un blog en el que se ha publicado una de las experiencias más duras allí vividas. Queremos compartirlo con vosotros/as.
 
La pobreza sigue teniendo rostro de niño...



 
 
 
SUEÑO Y FRÍO
 Sábado 5 de octubre, Tánger, 7:30 de la mañana hora marroquí. 

Esperábamos en el hall del hotel al autobús que nos llevaría hasta el puerto para cruzar esos apenas 14 km. de azul y espuma que para muchos separan la realidad del sueño. 

Yo charlaba con Gloria sobre posibles próximos encuentros para seguir conociendo el trabajo que hacemos en nuestras delegaciones de Migraciones, entonces se acerca mi amigo Carlos y nos pide que le acompañemos a la calle. 
 
En el portal de un edificio cercano hay dos niños durmiendo en el escalón de la entrada. El mayor tendría unos diez años y el pequeño estimo que no alcanzaría aún los seis. En ese momento llega un hombre adulto que para entrar en el portal los echa a patadas, literalmente. Le da varias patadas a cada uno hasta que consigue tirarlos del escalón a la acera. Los niños despiertan sobresaltados, tiritando de frío y miedo. No cruzan palabra alguna con el hombre que los acaba de despertar.
 
En ese momento pasan dos jóvenes que, al igual que nosotros, observan aquella escena triste, injusta y dolorosa y se dirigen al hombre echándole una especie de reprimenda (intuimos) por la actitud que había tenido con los dos niños. El hombre sin el menor signo de arrepentimiento, entra en su edificio y cierra la puerta. Mientras tanto, los dos niños siguen en el suelo, apoyados el uno en el otro, sucios, tiritando de frío y bostezando, como el que despierta de un plácido sueño… 
 
Los jóvenes que han salido en su defensa se van, y nosotros quedamos inmóviles ante aquella realidad dura que pone rostro a tantas historias que se nos han ido relatando en esos 5 días de Peregrinación por el norte de Marruecos. Carlos reacciona y les pregunta si quieren algo, ellos piden comida. Gloria y yo volvemos al hotel a por pan y bollos del desayuno. Cuando regresamos al portal y les damos la comida, el pequeño está llorando y el mayor intenta consolarlo. 

Quizás llore de miedo, quizás eche de menos a su madre, quizás sueñe un despertar distinto, sin patadas y sin frío, quizás se pregunte porqué a él, quizás le asuste el futuro incierto, quizás sólo tenga hambre y sed de justicia… a saber qué pasaría por aquella cabeza de tan sólo un niño.
 
Volvemos al hotel con el alma encogida y con esa eterna pregunta que no deja de rondarte en la cabeza cuando conoces de cerca una injusticia: “y ahora ¿qué?”. 
 
Cuando por fin nos recoge el autobús, vemos cómo los dos niños cruzan la calle y van dirección al puerto, al igual que nosotros… 
 
Mi mente quiso imaginar un mundo mejor y más justo para ellos. Sin frío y sin hambre. Pero, quién sabe, tal vez intentaron cruzar escondidos en un coche o aún estén esperando a subirse en una mísera embarcación cargada de humanidad joven; tal vez lleguen a esta orilla o tal vez no. 

Este fue mi “final del viaje”. Un final que me hizo reflexionar mucho. 

Días después me puse a releer los relatos de Monseñor Santiago Agrelo, Arzobispo de Tánger, que tanto me emocionaron, aún con el recuerdo de esos niños en el corazón y este relato que ahora comparto con vosotros adquirió mayor fuerza, vida e inquietud: 

“…Me pregunto quién ha impuesto a la misericordia la condición de clandestina e invisible. Me pregunto si, además de enterrar a unos muertos, no se pretendió también enterrar en la misma parcela sus vidas: sus deseos, sus razones, sus derechos, sus gritos, sus sueños, su memoria, su historia. Los muertos del último naufragio, los pocos que el mar devolvió, fueron enterrados como abortos a los que no se considera dignos, no digo ya de una oración o de una lágrima, ni siquiera de una mirada. Tal vez pretendamos ignorar a los que murieron, para olvidar a los que van a morir en el mismo camino. Tal vez para eso, para olvidar, sirvan parcelas, enterradores y silencio. Enterrar muertos es un deber; enterrar vidas sería una infamia.” 

Pido a Dios que esos dos niños no estén muertos y que nosotros, en esta orilla, no enterremos sus vidas.

Ana María Rizo Massia
Comisión de Migraciones de la Diócesis de Cádiz y Ceuta

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